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conocimiento inútil

gorrones

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Lo que tiene cambiar de ciudad y de país es que vas dejando detrás de ti un montón de papelitos de muy diversos tipos donde van escritas tu dirección y tu teléfono. Normalmente, sólo ofreces tu casa a los amigos, pero por supuesto siempre se cuelan los inevitables compromisos y las noches en las que la exaltación universal de la amistad te hace cometer errores que nunca te perdonarás.

El caso es que, después de dos años aquí, ya he sufrido los embates de varios regimientos de gorrones que se han presentado en mi casa como si fuera la suya. Bueno, casi, porque en su casa no tienen un futón tan cómodo como el mío, aunque sea en el salón. Bueno, no siempre ha sido así. Mi primer verano, cuando compartía conmigo mismo una habitación inmunda (eso sí, cerca del mar), se presentaron dos gorrones, a los que llamaré por orden alfarero Javier y Ricardo, que disfrutaron la primera noche de un colchón hinchable y no sé cómo eso no acabó en una tragedia. Porque Ricardo, que no aguantaba los ronquidos de Javier, se levantó a mitad de noche para buscar un hotel. Y lo encontró. Hay que decir que los citados ronquidos hicieron sonar las alarmas de todo el país.

Llamaré a los últimos Juancho y Rosa. A pesar de no poderles hacer mucho caso (curro brutal, para variar) y de que nos retiramos prontito por la noche (lo que hace la falta de costumbre, queridos), me lo pasé bien. Y Rosa me demostró, en un aspecto muy concreto, el buen criterio que tiene (y del que yo nunca había dudado), al juzgar a una determinada persona de forma mucho más acorde con la realidad que muchos otros de mis ex compañeros de trabajo. Ya te contaré cosas de más gorrones.